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Impresiones de Yolanda Andrés sobre su Viaje Fotográfico a Japón

 

Todas las imágenes de este vídeo y el texto que se relata a continuación son propiedad de © Yolanda Andrés y está prohibida su utilización sin previo consentimiento

Gracias, Artisal.
Sin palabras, Josep.

 

Comienza mi viaje fotográfico en un país asolado y reconstruido. Donde todo es estático y acelerado al mismo tiempo.

Japón. Donde conviven pasado y futuro. Orden y desconcierto.

Llego a Osaka. Interminables calles aún conservan la pátina del tiempo en Dōtombori, un atleta nos abraza en este primer día. Desde lo alto de Tsūtenkaku hormiguitas deambulan entre el colorido de antaño en el barrio Shinsekai.

Cuando necesito paz me vuelvo a la elegante Kyoto siguiendo los pequeños pasos de quien ajeno a turistas pasea en soledad y me enseña un Japón diferente, auténtico en el barrio de Gion, y sus maiko preservadas del tumulto y de miradas curiosas y amenazadoras.

Tokyo no duerme. Buceo en líneas subterráneas de trenes rápidos como el viento. Personas que van y vienen, que cierran los ojos en el trayecto quizás para orar en algún templo escondido entre los árboles en Nikko o Nara. Afloro a la superficie. El paso acompasado de caminantes entre rascacielos me eleva en la ola de Hokusai. Me empapan los jingles publicitarios, un enorme gato se despierta en lo alto de un edificio, maullando saluda a los viandantes en Shinjuku, el durmiente continúa su reposo en Toshogu, garantizando la paz. Rascacielos en decenas, en centenas, en millares… Godzilla asoma tímidamente entre ellos. Un paseo en las nubes del Gobierno Metropolitano para escuchar a una niña tocar el piano de Kusama. Una lágrima se resbala. En el horizonte: el monte Fuji.

Descubrir el callejón de los recuerdos Omoide Yokochō para nunca olvidarlo.

Me pierdo en el laberinto de Shibuya entre autómatas que inmortalizan su momento junto al fiel Hachiko.

Atónita me doblego ante ese Japón sórdido y fascinante. El Japón perdido en la adicción. Muñecas vivientes reclamo de tiburones. Lolitas multiplicadas. Personajes camuflados en personas. Canicas de acero recorriendo kilómetros de carreteras invisibles hacia el infierno de la locura. Estoy en Akihabara, en Harajuku, en Kabukichō. Mundos de manga, de anime. Mundos en otros mundos apiñados como matrioskas.

Siento el vértigo nipón y sus remolinos en la Thunder Dolphin y admiro en segundos la belleza nocturna del Dome City.

El Tokyo milenario me seduce en Asakusa. El templo Sensō-ji custodiado por sus grandes puertas Kaminarimon y Hōzōmon, alberga a la diosa Kannon benefactora de la felicidad de los orantes, que impregnan su alma de incienso y prueban fortuna con los omikuji de papel. Imposible no detenerse ante los imponentes guardianes y las sandalias de esparto ōwaraji, advertencia para viandantes y demonios, y donde un dragón me da la bienvenida sobre mi cabeza. Reconforta pasear por las mercaderías de la calle Nakamise dōri y probar las tentaciones gastronómicas de sus puestos ambulantes.

Viajo unos días al pasado para recordar cuando subí por vez primera en el Shinkansen y volé sobre raíles.

Guardo en mi corazón el recogimiento en varios templos y santuarios de los que omitiré su nombre y que se desvanecen en volutas de incienso ante la mirada compasiva de Budas y dioses omnipresentes. El sonido de unas monedas al caer en un cajón de ofrendas. Traspasar las sombras en el país de las mil puertas. El grito ahogado de niños víctimas de la sinrazón y el odio de la guerra. El revoloteo de mil grullas de origami. Un abanico que navegará en el tiempo, presente del momento más especial de mi viaje. Y cómo no, las risas cómplices de compañeros de mesa disfrutando de sabores nuevos que explotan los sentidos, okonomiyaki, takoyaki, yakitori, ramen, daifuku…

Japón, amalgama de culturas, con sus nombres imposibles, con sus geishas escondidas. Japón con sus paisajes urbanos, sus templos remotos.

 

Fluyendo como el agua.

Yolanda Andrés noviembre, 2023

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